“La mayoría de las cosas que merecen la pena en el mundo han sido declaradas imposibles antes de hacerlas”, dijo hace un siglo el que fue miembro del Tribunal Supreso de EEUU Louis Brandeis. En el año 2001, cuando se realizó el primer simposio de la Renta Básica -una asignación monetaria universal e individual igual al menos al umbral de la pobreza- en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, si alguna caracterización era habitual referida a esta propuesta no cabe duda que se trataba de la palabra “imposible”. Que “merecía la pena” resultaba ser una opinión dividida.Era frecuente encontrarse con una diversidad de opiniones que podríamos resumir así. Una parte consideraba que la Renta Básica no era justa por diversas razones que podían ir desde que la prioridad debe ser el empleo, o que no es bueno que la reciban personas que no quieran emplearse, o que fomentará la vagancia, o cualquier otra. Quienes la consideraban justa a su vez se dividían entre quienes consideran que no era posible financiarla y los que sí. Resumiendo: el grupo de la Renta Básica como medida no justa, el grupo que consideraba que era justa pero no posible, y el grupo que la consideraba justa y posible.



